Independientemente de las felicitaciones o los pésames, las elecciones de ayer han supuesto un empate técnico entre las dos fuerzas políticas más representativas. Unos –el PP- ganan en número de votos, otros –el PSOE- obtienen mayor número de concejales. Así, la cosa sigue igual. Lo que no deja de ser preocupante. Al PP no le ha ido nada mal con una campaña que no se ha detenido en los problemas locales o autonómicos y que se ha volcado en denunciar los, a su juicio, grandes problemas nacionales, entre ellos el manido tema de la ruptura de España y las concesiones a los terroristas de ETA. El PSOE, no ha sabido responder al requerimiento de su opositor y bajo ese talante conciliador del que hace gala ha perdido gran parte de su capacidad contestataria. El resultado es malo para todos, pero sobre todo para el ciudadano de a pie. El desencanto con los políticos tiene su traducción en un incremento de la abstención lo que favorece a un partido político como el PP que no tiene quien le tosa dentro de ese espectro político que agrupa a lo mejor y lo peor de la derecha española. Si los que ayer se quedaron en casa son votantes de centro izquierda, el PSOE debería pensar en que es el partido al que más factura le pasa el desencanto del electorado. Visto lo visto no es difícil pronosticar lo que nos espera hasta las elecciones generales: más de lo mismo: El PP tratando de forzar la máquina y obtener réditos de ese discurso fatalista y radical que roza la paranoia y consigue convertir en adversarios a dos ciudadanos con ideas distintas. El PSOE, muriéndose de un éxito que no es suyo en exclusiva y centrando en el pasado un discurso que ya se antoja caduco: la mentira y el varapalo de la guerra de Irak. Harían bien, unos y otros, en tratar de trabajar la política a través de propuestas concretas que supongan la posibilidad de elegir entre programas de corte distinto. Pero no parece que vaya a ser así. Y mientras España se convierte en un tablero más parecido al Risk que al ajedrez.
Ni unos ni otros pueden declararse satisfechos con lo conseguido. El PSOE, sin embargo, tiene la posibilidad de negociar con otras fuerzas para consolidarse o arrebatar poder local al PP. Lo que no es nada malo para una democracia tan poco acostumbrada a pactar como la nuestra. El PP sufre de una complacencia morbosa en la soledad y, enrocado como está en posiciones aislacionistas, le va a resultar difícil encontrar compañeros de viaje allá donde los necesita, a pesar de ser la fuerza más votada en muchos de los lugares que, presumiblemente, va a perder. Ambos partidos deberían apostar por volver a políticas que no sean excluyentes y proporcionar al ciudadano la posibilidad de elegir entre propuestas que supongan soluciones a sus problemas reales y no a los problemas de sus políticos.
Aquí en Valencia, la cosa ha quedado vista para sentencia. Hay que felicitar al PP por los resultados obtenidos y esperar que ese apoyo del electorado no se traduzca en un todo vale. Ni los casos de corrupción ni las quejas por el urbanismo desaforado han pasado factura al partido en el gobierno. Pero esa victoria sin paliativos no debería considerarse una absolución de ave maría y padrenuestro. 44 de los escaños del Parlament están ocupados por representados de un gran número de valencianos que, como ayer dijo Pla, merecen un gobierno también para ellos. Camps, liberado de sus propias luchas internas, debería saber convertirse en un presidente de todos y mirar más allá de la ventana de su despacho. Convertir Valencia no solo en un referente de modernidad arquitectónica, también social. Un lugar no excluyente donde solo tengan voz los propios. Su respaldo electoral debería hacer que se olvidase de enfrentamientos con el Gobierno central y tratar de conseguir lo mejor para esta comunidad, sin que lo mejor deba coincidir siempre con lo que él piensa. Es decir, Camps tiene la oportunidad de ser magnánimo –algo al alcance de muy pocos- y esa cualidad, en un político, debería ser como la de el valor en un soldado: inherente. Pla, por su parte, tiene ante sí un reto cada vez más difícil y que no es únicamente el de derrotar al PP: movilizar al electorado de izquierdas que padece de una somnolencia crónica en la comunidad. Quizás le iría bien alejarse de ese tono de campaña bajo que tanto favorece a su adversario y cantar las verdades de la vieja, pese a quien le pese. Porque de seguir las cosas como hasta ahora, para muchos, la travesía va a ser larga, muy larga. Y muy a nuestro pesar.
Y en cuanto al electorado valenciano, algo debe ir mal cuando estar imputado por una serie de delitos no solo no se castiga sino que se premia. Ese adocenamiento de los votantes debería preocupar a todos, a vencedores y a vencidos, porque no parece que la indiferencia ante los desmanes –provengan de quien provengan- sea el mejor de los síntomas para el electorado. En democracia, la indiferencia, puede ser causa de enfermedad terminal.